
Al finalizar el encargo y hacer dejación de todas las prebendas, no se les piden cuentas, no se les investiga para establecer cómo fue su comportamiento durante el tiempo en el cual gozaron del honor de representar funciones públicas y a ninguno se le concretan responsabilidades o se le imponen cargas que deba resarcir por cuenta de las omisiones, desviaciones, audacias e interpretaciones acomodaticias de las leyes y de los reglamentos que en forma deliberada o que “por ignorancia” no cumplieron o dejaron de cumplir. Es como si al período de honores siguiera un tiempo para la impunidad.
En Colombia no se exigen pruebas que demuestren la idoneidad y aptitud de quienes aspiran a desempeñar alguna función pública y por curiosa extravagancia legal, mientras más elevada sea la nomenclatura del cargo, mayor laxitud, ojos ciegos e irresponsabilidad puede observar el nominador de los cargos. Es por la vigencia de esta exótica circunstancia que surge la necesidad de que seamos mucho más rigurosos y exigentes con quienes han ejercido o se encuentran desarrollando funciones públicas. Cuando nos referimos a las perversiones de la administración pública no queremos llamar la atención de manera exclusiva sobre la responsabilidad penal en la cual pueden incurrir los funcionarios. Las normas penales no hacen de por si honestos a los funcionarios y mucho menos idóneos o competentes para el ejercicio de un cargo. Este tipo de responsabilidad se concreta en un castigo que le impone el Estado a todo aquel que infrinja la ley penal, bien por acción o por omisión, con dolo o con culpa, como autor o como cómplice de cualquiera de los delitos que tipifica el Código Penal para quienes cumplen funciones públicas: peculado, cohecho, prevaricato celebración indebida de contratos u operación en la cual deba intervenir por razón de sus funciones. Probada la conducta ilegal del funcionario, procede la aplicación de la pena. Sobre este particular solo debemos agregar que en los delitos contra la administración pública, en la medida en que el autor de la infracción se encumbra en la pirámide del poder, más difícil será encontrar las huellas, los indicios, los elementos probatorios que incriminen al astuto señorón, por lo cual dolorosamente en la conciencia de las gentes o sea en la opinión pública, existe al menos la sensación de estar presente un alto grado de impunidad. Cuando se aplican penas, éstas son tan blandas, tan breves, tan suaves que más parecen una invitación a seguir ejemplos exitosos. La opinión pública que sabe muchas cosas, nunca se declarará satisfecha con la aplicación de las minúsculas penas a quienes las merecen.
Una segunda forma de responsabilidad aplicable a los funcionarios es la civil. El funcionario tiene que responder frente al estado pero también respecto de los particulares por los perjuicios que cause en desarrollo y cumplimiento de las funciones a su cargo. La Constitución Nacional establece que la responsabilidad de los funcionarios públicos se ocasionará por infringir la ley y la omisión o extralimitación en el ejercicio de sus funciones.
El Contralor General le ha informado esta semana al país que “las demandas contra el Estado son un gasto insostenible: entre 2003 y 2009 se pagaron $2.4 billones por sentencias y conciliaciones perdidas”. ¿Quiénes son y en donde se encuentran los responsables de tales crímenes?
Es preciso recordar que el artículo 90 de la Constitución establece de manera precisa que el Estado responderá patrimonialmente por los daños causados por la acción o la omisión de las autoridades públicas. Pero también establece la Carta que en el evento de ser condenado el Estado por uno de tales daños, éste tendrá acción de repetición contra el funcionario. ¿Cuántos procesos de repetición del Estado contra sus funcionarios se conocen y en donde están los responsables?
Resulta forzoso recordar que existen igualmente la responsabilidad fiscal, la responsabilidad disciplinaria y la responsabilidad administrativa que buscan, quizás sin mayor éxito o de manera infructuosa proteger los bienes públicos y sancionar las conductas erradas y perversas de sus servidores. Con relación a los estrepitosos desastres que registran las obras y trabajos públicos de Bogotá y en general del país, ¿cuántos son y en donde están los responsables? ¿Cómo se ha asegurado el Estado su indemnidad? Al observar los desmanes ocurridos en la Capital con motivo de los problemas generados por los transportadores, cabe pensar que algunos han olvidado las responsabilidades que sobre ellos hace recaer la propia Constitución Nacional, por la infracción de la ley. La denominada protesta social emana su legitimidad de la Carta. Pero ella obliga a que los promotores de las protestas sociales y gremiales asuman las consecuencias de sus decisiones y con mayor razón cuando éstas conducen a saqueos, depredaciones y pillajes que han afectado a terceros inocentes. Los promotores tienen la obligación conforme con la Carta de salir a reparar los daños y a las autoridades no les debe temblar la mano para garantizar el imperio de la Constitución. La autoridad blanda es igualmente responsable. Esperemos que la administración no encubra los desmanes con un manto de solidaridad llamado acuerdo o arreglo con el sector, pues la Carta no exime de la responsabilidad legal ni a las personas jurídicas ni a las naturales que en el ejercicio del derecho a la protesta causen perjuicios a terceros, como tampoco a las autoridades llamadas a asegurar el imperio de la ley.
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